miércoles, 26 de octubre de 2011

Inteligencia Emocional y Experiencia Escénica (II)


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Antes de abordar la pregunta con la que concluye el capítulo anterior, y con la perspectiva de poder comprender algo más el impacto de la inteligencia emocional, o su ausencia, en nuestras vidas, considerando ésta, grosso modo, como la capacidad de saber gestionar nuestras propias emociones, demos un repaso al alarmante incremento de la violencia en la sociedad actual con la crónica de lo que cualquier medio de comunicación de cualquier país y de cualquier parte del mundo nos ofrece a diario:
  1. En una escuela local, un niño de nueve años, aquejado de un acceso de violencia porque unos compañeros de tercer curso le habían llamado “mocoso”, vertió pintura sobre pupitres, ordenadores e impresoras y destruyó un automóvil que se hallaba estacionado en el aparcamiento.
  2. Un joven es juzgado por provocar un incendio que terminó con la vida de cinco mujeres y niñas de origen turco mientras dormían.
  3. Según un informe, el 57% de los asesinatos de menores de 12 años son cometidos por padres o padrastros.
Pero lo más inquietante de la situación es que las nuevas generaciones están asimilando el “analfabetismo emocional” de manera alarmante. Una investigación llevada a cabo entre padres y profesores demuestra el aumento de la tendencia al aislamiento, la depresión, la ira, la falta de disciplina, la ansiedad, la impulsividad y la agresividad en la presente generación infantil, una irrupción incontrolada de los impulsos, en suma, un aumento de los problemas emocionales.
Este malestar emocional, ostensible a la más obtusa sensibilidad, es el que algunos gobiernos pretenden “curar” desde la raíz del problema con medidas como, por ejemplo, la incorporación a los sistemas educativos de competencias dirigidas a desarrollar y utilizar habilidades para controlar y utilizar conscientemente las emociones.
Es el caso de EE.UU., donde las expectativas de integración y desarrollo de los programas SEL (Social and Emotional Learning) son muy esperanzadoras, como ya apuntaba en el anterior capítulo. Y, aunque muchas de las bondades asociadas al desarrollo de la IE (Inteligencia Emocional) han ido a parar a los más privilegiados -ejecutivos empresariales de alto rango y alumnos de escuelas privadas-, también han sido muchos los niños de áreas deprimidas los que se han beneficiado de los programas SEL que se han puesto en marcha en sus escuelas. Aún así, y con la perspectiva del incremento exponencial de los programas SEL en miles de escuelas de EE.UU., se espera una rápida democratización de las ventajas que supone el desarrollo de las habilidades sociales y emocionales, de tal manera que también llegue de manera sistemática a los más desfavorecidos -familias pobres y centros penitenciarios-, para los que con un adecuado desarrollo de estas habilidades, sus vidas mejorarían, así como el nivel de seguridad de sus comunidades, como sugiere Daniel Goleman cuando afirma que:

Si el alcance de la IE (Inteligencia Emocional) llegase, 
en suma, a equiparse al del CI (Coeficiente Intelectual)
 y acabase integrándose en la sociedad como una medida 
de las cualidades humanas, nuestras familias, nuestras 
escuelas y nuestras comunidades serían más humanas
 y sanas.

En la actualidad, desgraciadamente, y en países en los que aún no se ha asimilado la urgencia en la resolución de este problema, se deja al azar la educación emocional de los niños con consecuencias más que desastrosas. Por ello es fundamental que, de una vez por todas, se empiece a hablar y a poner en marcha una verdadera educación integral que permita la conciliación entre la razón y la emoción, entre la mente y el corazón. Por tal motivo, la administración educativa deberá tomarse muy en serio una revisión a fondo del currículo, para que las habilidades tan esencialmente humanas como el autoconocimiento, el autocontrol, la empatía, el arte de escuchar, de resolver conflictos y de colaborar con los demás estén en el corazón de la educación.
JAC 
(Continuará) 
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